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A LA SOMBRA DEL RAMESSEUM

Por Antonio Barrientos

 

 

La clepsidra se secó. Bajo una larga y oscura noche suplico al dios Tot me ayude a escribir esta dedicatoria para mi hermano y amigo “el pacificador”, pero necesito de la luz, por eso ruego a la diosa Nut, que después de haberse tragado el sol, lo vuelva a parir.

 

            Cuenta una leyenda, y de ello doy fe, que visitando la ciudad de Tebas, “la de las cien puertas”, mi hermano ”el pacificador”, maravillado, asombrado y, también es verdad, cansado y congestionado por los rayos del dios Re, fue a refugiarse al gran templo de millones de años del Ramesseum, abandonado y solitario, y, caminando hacia lo más profundo de él, a través de su sala hipóstila, se encontró tan a gusto, que no pudo por menos que echarse una pequeña, pero profunda siesta.

 

Se enroscó como un junco, fuerte pero a la vez flexible, sobre la base de una de sus columnas repletas de bajorrelieves de dioses y signos desconocidos para él; su pecho se apretaba fuertemente sobre el tambor y sus manos rozaban la superficie de los relieves que allí habían permanecido inertes durante siglos.

 

            Al instante, las golondrinas que anidaban en sus capiteles lotiformes dejaron de piar, y tras de tan hermosa columna, apareció una gran vaca con sus cuernos negros como el limo del Nilo, sujetando en su testuz el disco solar. Era Hathor, quien rodeándolo por tres veces y mirándolo fijamente, se apiadó de él, lo descalzó, y con su lengua lamió sus pies e insuflando su aliento, hizo que un frescor intenso relajara su cuerpo.

 

La boca de mi hermano se abrió y la diosa, aprovechando el momento, se  introdujo por ella, e invadiendo su ba, se instaló en sus sueños. El rostro de mi hermano se iluminó y desde aquel momento, corto o largo, ignoro lo que pasó.

 

Imaginé que la diosa Set se le presentaría, prometiéndole que le buscaría una princesa de algún país lejano, tal vez de Mitanni, que fuera buena, bella y noble, y que le haría feliz.

 

Mas tarde, descolgándose por el fuste, los dioses, uno a uno, le irían revelando consejos y fórmulas mágicas.

 

            Bes, le diría que su casa siempre sería un hogar.

 

            Bastet, protectora de los pacificadores, le ronronearía a su oído sentimientos.

 

            Harmajis, el que ha visto todos los amaneceres de la tierra, convencería a su compañero Atón, para que con rayos solares, le diera fuerza.

 

            Min, enumeraría todos los obeliscos de lapislázuli erigidos por los hombres en su honor, y le daría alguna que otra receta afrodisíaca hecha con lechugas regadas con agua del Nilo.

 

            Horus, le trenzaría con papiro unas sandalias con suela de granito de Asuán para poder pisar a posibles enemigos como Apofis o Set.

 

            Un ronquido interrumpió esa solemne e interminable sucesión de dioses. La boca de mi hermano se cerró y Shu fue expulsado por sus pulmones al exterior.

 

            Incorporándose, echó un vistazo alrededor y, decidiendo abandonarlo, fuimos saliendo de aquel palmeral de columnas. Sonriendo, empezó  a señalar y nombrar a todos aquellos dioses, que poco tiempo antes  le habían sido tan lejanos. Se diría que, por su manera de hacerlo, habían formado siempre parte de él.

 

            Un escalofrío de nostalgia me hizo volver la cabeza. Quise por última vez, ver aquella columna. Ya no estaba en su lugar. Solamente quedaba su huella. Pero más impresionado quedé, pues en uno de sus muros, vi. al dios Amón, que con un cálamo en la mano, escribía en el fruto sagrado del árbol de la persea, el nombre de mi amigo.                                                     

 

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