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"NILO ARRIBA"

 

CONCURSO DE EGIPTOLOGÍA

- RELATOS CORTOS ASADE sobre el Antiguo Egipto -

I Edición - Año 2007

 

El cerco de sonidos lleva sabor a mar, las olas rompen contra la cubierta de madera. Los hombres descansan  mientras el viento empuja las galeras. El sol baña las riberas extranjeras y desprende reflejos de fuego al chocar con las corazas de los soldados.

Fatigado, Marco abandona la pluma y guarda el pergamino donde escribe estas notas. Pronto desembarcarán. Ha de ver al viejo, necesita un remedio.

El dibujo algo descolorido del águila se retorcía azotado por el lejano viento del desierto. Clavó la vista en el estandarte antes de entrar en la tienda de campaña. Las tropas de Octavio Augusto, acampadas a las afueras de Alejandría, ocupaban cientos y cientos de tiendas hasta perderse en el horizonte.

El anciano se afanaba tras una mesa improvisando pócimas y garabateando extraños dibujos. Un calendario solar en el centro de la tienda marcaba el día más largo del año.

Había oído que el viejo loco buscaba la explicación del Universo, creía haber descubierto un modelo compuesto de letras, números y dibujos que encerraba todos los enigmas del cosmos.

Repentinamente volvió el mareo, la visión de otro mundo, como en un sueño, en el que Marco se percibía a sí mismo rodeado de lugares y gentes extrañas. Era demasiado real, y lo peor es que aún ahora, creía conocer aquel lugar y aquellas gentes de ropas y habla insólitas.

 -¿No tienes otra de tus pócimas para mí? Te pagaré bien.

-¿Seguro que es eso lo que buscas? Ya te di una en el barco, tomar más sería peligroso.

-He oído que descifras los secretos de la alquimia, que tus recetas contienen la magia de los antiguos habitantes de estas tierras.

-¿Por qué me cuentas esas habladurías Marco?

-Anoche soñé que el sabor de la pócima era el desierto, hoy he sabido que mi destacamento patrullará en avanzada. ¿Significan algo para ti esos presagios? 

El anciano sonrió mientras pronunciaba unas palabras en lengua desconocida. Alcanzó un medallón con dos serpientes enlazadas: cada cabeza se unía a la cola de su adversaria.

Meses después acamparon junto al oasis de Krali, no lejos de Siwa. La noche se pobló de una inquietud pesada. Marco espantó un mosquito con su mano libre, con la otra bebió un largo trago de vino. Las guardias en solitario no se le hacían molestas, siempre cabía fantasear apoyándose en el silencio. Claro que ésta no era una noche silenciosa, por dos veces había despreciado un rumor de pasos en dirección a la vieja mastaba. Quizá era momento de investigar.

Sabía que las huestes de Marco Antonio, batidas en retirada, todavía dominaban parte del inmenso cúmulo de oasis que cercaban Siwa. Caminó procurando no hacer ruido. La puerta entornada se agigantaba en la oscuridad, invitándole a cruzar el umbral. Un cimbreante resplandor de antorchas le llevó hasta la cámara mortuoria. Dos encapuchados susurraban frente a una gran losa.

Se ocultó tras una columna, pero un murciélago espantado delató su presencia. Tuvo que  echar mano a la espada. Demasiado tarde para huir.

Lanzó un golpe defensivo con la espada y rodeó la columna. El silbido de la espada enemiga, curva y algo más larga que la corta espada de combate de Marco, pasó apenas a un centímetro de su mejilla. En la penumbra relució por un momento el arma de su oponente, preparándose para asestar un golpe definitivo. La entrada la ocupaban ahora otros dos encapuchados. Saltó a tiempo de evitar un foso, entonces escuchó algo como un trueno y cayó desvanecido.

Al despertar casi no podía girar el cuerpo, un rostro enmascarado se acercó. Mil luces de colores oscilaban en sus pupilas, un olor que recordaba al azufre se había quedado impregnado a sus ropas. Sintió un pinchazo como una picadura de tábano en el brazo.

Se incorporó, el perfil grabado en la pared le resultaba familiar. El cabello ondulado y largo, los grandes ojos, uno de color marrón y el otro gris, la nariz...

Salió del túmulo, sus pies golpearon la losa como un tétrico gong cuando saltó al suelo. Fuera, un sol cegador, abrasaba las pirámides. Bajó la vista intentando reconstruir la deteriorada leyenda dibujada al pie del rostro de piedra: Alejandro el Magno.

***

El judío se desgañitaba ante los divertidos funcionarios. El sacerdote levantó la mano derecha reclamando silencio, empezaba a cansarse de esas absurdas historias. Primero los campesinos, ahora los judíos y los trabajadores de la Ciudad de los muertos. ¡Por Isis!, no era malo que la gente tuviera fe. Pero esto era excesivo, al final los romanos acabarían por intervenir. Ya lo habrían hecho, de no estar tan ocupados matándose entre ellos.

-Llevadme a casa de este hombre.

Mednesis, sacerdote del templo, heredero de un conocimiento de generaciones muy anteriores a la existencia de los romanos, observaba incrédulo los signos. El iniciado no sabía que pensar, su rostro alargado ocultó una mueca de desagrado ante la mirada cerril del padre; un seguidor de Set. La madre ni siquiera había levantado los ojos.

Cierto que la muchacha apenas mostraba señales del suceso, salvo la pequeña cicatriz, pero a Mednedsis no se le ocultaba alguna otra señal imperceptible para los demás. Lo dejaría para otra ocasión, se sentía demasiado impaciente por llegar a su refugio cerca de Siwa, como para investigar.

Después de interrogarla, la historia parecía todavía más absurda. ¿Imaginaciones de una niña recién llegada a la pubertad? ¿Fantasías sexuales? Clavó sus ojos en el limpio azul de los de la niña. ¿Qué quería decir con que la habían elevado por encima de las nubes? Lo único seguro es que ya no era virgen y eso planteaba problemas a la familia.

***

El soldado, un veterano de la batalla naval de Accio, había muerto el día anterior. Su caballo había desaparecido y las huellas, en parte borradas por el viento, indicaban que se dirigía hacia el oeste. El enorme pecho apenas presentaba la más mínima señal de violencia. Pero la coraza había sido agujereada por flechas invisibles: dos pequeños círculos en la espalda coincidían con los que perforaban el peto a la altura del corazón. Arisístedes movió la cabeza, los cuerpos, aún sin enterrar daban fe de la terrible batalla. Guardó el salvoconducto del centurión Lucio. Los legionarios restañaban las heridas y los jefes separaban el botín, mientras los muertos eran respetuosamente retirados. Un escarabajo se esforzaba por escalar una piedra junto a su sandalia. Arisístedes batió el horizonte de dunas con la mirada, después tomó un carro de combate con dos arqueros y partió en dirección al oasis de Siwa.

La cuadriga abandonó ruidosamente la senda principal para desviarse hacia las dunas, casi a la altura de Menfis. Arisístedes apartó el pañuelo que también cubría su cabeza, unos mechones blancos que escapaban por debajo del trapo en forma de turbante, le fustigaron los ojos. Ya se divisaba la torre del templo y el peligro de las dunas dejaba de inquietar a los hombres. Justo a tiempo porque en una hora el sol se pondría, y el mar dorado se convertiría en un océano traidor del que ya apuntaban las sombras. Veloces, los últimos rayos naranjas reptaban hasta las palmeras cuando entraron en el poblacho.

Los silenciosos nómadas les ofrecieron dátiles y vino.

Arisístedes agradeció aquel vino ácido como si fuera el mejor de los licores. Los soldados se refrescaban en el pozo y en los lagos, el médico seguía al jefe hacia la única casa útil junto al templo, cuando de pronto, un golpeteo de caballos emergió de la noche.

¡Romanos!, Mednesis frenó el galope y, con un gesto, detuvo a su criado que echaba mano al carcaj. ¿No eran acaso sus aliados? ¿Quién más podría protegerles de los bárbaros y al mismo tiempo garantizarles el comercio por mar sino los romanos?

Guiaron los caballos al paso hacia el centro del poblado.

Un majestuoso anciano se aproximó a la montura de Mednesis.

Con las primeras frases, ambos, se reconocieron como iniciados. Al cabo de una hora ya habían entrado en conversación, y al día siguiente partieron juntos hacia Krali.

-¿Qué me decís de las fantasías de esos nuevos platónicos de Alejandría?

-Los judíos son fantasiosos, de acuerdo, y los griegos también lo somos, pero no me negarás, ¡Oh Mednesis!, que el mal viene de la materia. El mundo es engañoso y tuerce nuestros sentidos hacia el error. El egipcio asintió con la cabeza, pero arrugó su gran nariz y replicó:

-El conocimiento no debe estar divorciado del universo, no hay demiurgo que nos confunda, es nuestra propia impericia la que nos lleva al error.

-¿Quién sabe? No seré yo quien os contradiga, pero decidme... ¿Por qué me habéis acompañado hasta Krali?, ¿Por qué fiáis tanto en vuestra intuición?

-¿Y vos en qué fiáis?

El médico griego y el sacerdote egipcio avanzaban en animada charla hacia el grupo de raquíticas palmeras cercanas a las mastabas. El vino, que desatara sus lenguas la noche anterior y quizá la proximidad del desierto, hermanó aún más a los dos viajeros. Los acompañantes de Mednesis reposaban junto a los legionarios romanos, acampados a prudente distancia del poblado.

El sol de la mañana ya comenzaba a picar y los dos hombres agradecieron el frescor de las paredes del pequeño templo.

Arisístedes siguió al egipcio tras el altar, donde un pasadizo oculto se abría al flanco de la estatua del hombre con cabeza de ibis.

Ambos conocían el camino y descendieron con seguridad por las escaleras del pasadizo. Atravesaron un laberinto de catacumbas para acceder al nivel más profundo, al que nunca habían llegado con anterioridad.

Un objeto cuadrangular con una pequeña luz intermitente atrajo su atención: a su lado, una tumba y una imagen de Alejandro Magno.

Mednesis había oído hablar de aquella cámara, pero no le prestó crédito. Menos aún a las voces que algunos afirmaban haber oído, como si el mismo Toth quisiera hacerse escuchar por medio de ellas.

Había que reconocer que el artefacto que tenían ante ellos no parecía cosa de este mundo. No era hierro, sino mucho más brillante, y unos indescifrables jeroglíficos se distribuían a lo largo del mismo, como marcando un recorrido solar. ¿Sería quizá algún mapa de los astros?

De repente, un punto de fuego crepitó en el interior del aparato junto a la diminuta aguja de plata detenida en uno de los dibujos.

Mednesis y Arisístedes dieron un salto hacia atrás horrorizados, una voz extranjera les hablaba desde el artefacto. Conforme aumentaba el volumen de las ininteligibles palabras, Mednesis observó paralizado cómo el suelo de la cámara se agrietaba estrepitosamente, como si de unas monstruosas fauces se tratara, y una columna de piedra, coronada  por dos manos abiertas, también de piedra, emergía de las profundidades. En el hueco, en el centro de las dos manos se extendía un pergamino marcado por antiquísimos jeroglíficos. Una gran luz invadió la sala cegándole y haciendo cambiar de color al collar que rodeaba su cuello.

Palpó el lino de la túnica y el torso desnudo, no había sufrido daño. El griego se había esfumado como por encanto. Pareciera que se lo había tragado la máquina. Sintió el tacto rugoso del objeto en su puño: un papiro más antiguo que el templo y que todos los templos.

Un halcón gritó en el exterior, un grito de caza, el Bá de algún iniciado, sin duda.

***

Han pasado varios días, han pasado varias semanas.

El cuerpo y la mente de Marco se han acomodado a una rutina de fiebres, medicinas y largas estancias en la cama. No empeora. No mejora. En este momento cree despertar de otra de las extrañas pesadillas que le produce la fiebre. Ha ido reduciendo al teléfono todo contacto con el exterior; por eso, mientras escribe estas líneas, se alegra de recibir la visita del médico.

El galeno habla con un estridente acento extranjero. Le explica que está sustituyendo a su médico de cabecera, de vacaciones en Egipto. Es raro este hombre sonriente; no sólo por el anillo con las dos serpientes cruzadas, o por la anacrónica túnica blanca.

El doctor Arisístedes le receta un humeante frasco de poción, que recuerda al aroma de otro mundo. Un mundo olvidado.

En la Empresa le reciben con alivio, inmediatamente, Marco se hace cargo de los pedidos atrasados.

Un cargamento de antigüedades espera su firma en el almacén, debe salir ese mismo día.

Revisa la mercancía. Distraídamente acaricia el medallón que cuelga en su pecho bajo la camisa: dos serpientes cruzadas, si­métricas, cada cabeza se une a la cola de la adversaria.

Le parece entrever el refulgir de los ojos como rubíes de los reptiles.

El primer bulto de libros está abierto, así que toma uno de ellos, no tiene prisa, Margarita, la Gerente de la empresa proveedora se está retrasando. Es un ejemplar  del libro de los muertos egipcio, hay una nota dentro:

"La serpiente, pegada a la tierra, renueva su piel en primavera, fiel a los ritmos milenarios del tiempo."

Al lado encuentra un libro en forma de papiro, está traducido al castellano y puede leerlo sin dificultad, El ritmo milenario del tiempo, también renueva su piel, y, en ciertas condiciones, los iniciados podemos cabalgar la serpiente que nos llevará hasta nuestro origen.

Le recuerda algo que ya ha leído, pero no sabe qué. La mujer rubia ha entrado sigilosamente y le está mirando. Son sus ojos como pozos sin fondo, le cuesta apartar la vista de ellos, invitarla a sentarse, ofrecerle un cigarrillo, tantear su oferta económica... Todo eso se manifiesta fuera de lugar, como una representación falsa. Margarita Selene sonríe, Marco no puede evitar tener la impresión de que ella está representando un papel, que no es quién dice ser. Sus palabras, llenas de cifras y de fechas, son las que se esperarían en una situación similar, pero sus ojos están hablándole de otra cosa.

El contorno de los ojos de Margarita Selene se ha difuminado en un cielo azul brillantísimo que obliga a buscar la sombra de la pirámide. Ya no se distinguen los libros, y las estanterías del almacén transparentan la luz exterior.

Dos hombres con túnicas hasta los pies conducen a una niña judía hacia el interior de la pirámide. Gotas y más gotas de sudor resbalan por todo su cuerpo. Les sigue.

Y allí, traspasado el patio interior, el sol vuelve a hacer acto de presencia, más potente aún, salpicando de oro el altar con el símbolo de Set, repetido en las túnicas negras y rojas que vuelan y se retuercen empujadas por el aire.

El sumo sacerdote levanta el puñal por tres veces en ofrenda a Set, por encima del cuerpo indefenso de la niña, atado, extendido en la piedra de sacrificios.

Ha vuelto el sueño: vívido, mucho más que el recuerdo confuso del otro sueño, que ahora es el pasado.

Marco saltó al patio sin pensar y subió los escalones del altar espada en mano. Esquivó el filo de los cuchillos derribando a los sacerdotes de cabezas afeitadas, cortó las ligaduras, tomó a la niña en brazos y echó a correr hacia la puerta de Isis.

Un halcón trazó un círculo en el firmamento, guiándole hacia el embarcadero.

La niña soltó la amarra hábilmente y pidió ayuda para desplegar la vela. Rápidamente, Marco hundió el remo en el agua verde y fangosa, que les recibió con un murmullo de hojas sobre la corriente.

El grupo de acólitos, burlado, ya alcanzaba la orilla con las faldas de las túnicas arremangadas, encabezado por el sumo sacerdote, que blandía un cuchillo de plata. Para entonces, los fugitivos se alejaban Nilo arriba.

***

Mednesis desplegó el papiro. Desechó la primera parte de fórmulas, recitando las suyas. Se entretuvo con la segunda parte de mapas y números, dibujando sus propias líneas. Recreó las ideas tomadas por los copistas de la biblioteca griega, y escribió:

"Ese principio divino, espiritual e innombrable: el espíritu puro, ninguna relación tiene con lo material. El mundo, creado y gobernado por un principio inferior, se sirve a sí mismo.

La esencia espiritual del hombre fue atrapada. Pero el “logos” se hará carne y será elegido para trascender esa prisión y lo hará en el punto donde se unen los dos mundos. Es la búsqueda de ese punto sobrenatural la que genera el prodigio".

Mednesis retuvo la pluma para concentrarse en su visión. Y era la voz de Toth la que guiaba su mano. La risa del griego, la cabeza de la serpiente, los ojos de la noche acechándole, sombras de formas crueles le rodeaban. Recurrió a su Ká para extraer energía.

Gritó otra vez la invocación protectora pues temía por sus propias fuerzas. Acto seguido, se levantó y atravesó la tercera cámara del subterráneo de la gran pirámide.

Las paredes brillaban cromadas con escenas de sacrificios a favor de la cosecha, a favor de Rá.

Sus espías le estaban esperando. Nada que no supiera: las noticias de Tebas hablaban de escaramuzas contra los romanos, los nubios se mostraban muy inquietos, mientras los antiguos partidarios de Cesarión se paseaban desafiantes por las calles de Alejandría.

Despidió a los hombres y sólo entonces abrió el cofre de Toth.

Había que seguir las reglas del papiro si quería escuchar la voz, y sobre todo, si pretendía viajar a partir de ella. Ya no necesitaba los jeroglíficos. El bucle de Cronos, sí, esa era la solución. La derrota del Nicomedes sería perfecta. Sólo faltaba embarcar al elegido y hacerle naufragar en el bucle de Cronos. Tras el breve ritual, apretó la palanca dorada y, al instante, un rumor de mundos invisibles llegó hasta él.

***

Marco sujetó la pequeña vela. Fondeaban en un remanso, la niña chapoteaba en la orilla junto a un cañizal. Poseía una rara habilidad para la pesca, habilidad que les sería muy útil si querían llegar a Tebas.

Sus intentos por imitarla habían acabado en un chapuzón frustrante que despertó la risa de la muchacha, mucho más grácil, ya consciente de su atractivo como mujer.

De pronto, ella adoptó una pose rígida, mirando hacia el cielo, Marco alzó la vista: un extraño objeto en forma de bandeja plateada, apareció y desapareció, destellando al sol, como por encanto. Se miraron sorprendidos, alguna advertencia de los dioses se les escapaba.

El griterío de una bandada de garzas reales les devolvió al trayecto. La chica estaba convencida de que les perseguían. Deseaba llegar a Tebas, donde su tío ejercía un cargo importante, lejos de la influencia de los sacerdotes de Set. Tras un día de travesía sólo se habían cruzado con pescadores y mercaderes. La percepción  del tiempo se había mezclado con la monotonía del río, como si el Nilo fuera capaz de navegar el tiempo.

Marco bebió un poco de agua y después le ofreció el odre.

Debía de tener unos quince años. Observó la mano firme y morena, no era la primera vez que navegaba. Ella sonrió, al tiempo que aceptaba el agua. Un brillante reguero de agua fresca resbaló entre los labios perfectos, y unas gotas escaparon traviesas por la curva de la barbilla. Sus ojos azules, que le despertaron una vaga emoción como un recuerdo, no dejaban de escudriñarle, apreciando todos los gestos, valorando su fuerza y sus reflejos.

Ensimismado, no escuchó las pisadas sofocadas, no pudo anticipar el leve restallar de burbujas junto a la quilla.

Bruscamente, las gigantescas manos de ébano surgieron del agua impulsando el cuerpo del guerrero.

Giró la vista hacia la espada, pero no la halló. El golpe feroz del puño, enorme como una maza, le arrojó por la borda.

A través del agua y de reojo, entrevió otra masa humana, quizá dos, y también su espada en poder de la chica, que sonreía triunfal. Quiso lanzar un puñetazo contra el salvaje pero alguien le sujetaba por detrás.

Después vino la interminable caminata con las manos atadas, la noche, los gritos guturales a la orilla del desierto. Pronto, Marco se vio encerrado en una tienda, en solitario, rendido por el cansancio. Y se hizo la oscuridad.

El sueño se evaporó como por encanto, los colores de la pesadilla acabaron difuminados en el silencio de la conciencia. Seguía con las manos atadas a la espalda, una bruma confusa mezclaba los recuerdos como si el sueño no hubiera desaparecido totalmente, pareciera que la proximidad del desierto creaba presencias a su alrededor.

Lentamente la puerta de la tienda se abrió, un penetrante perfume a mirra y áloe invadió la estancia.

Creyó que venían a ejecutarlo, pero lo que apareció ante sus ojos fue una mujer, la muchacha que pescaba en el río se había transformado en una seductora sacerdotisa.

Envuelta en gasas transparentes, se acercaba devorándole con los ojos, ya no había ninguna duda, de Margarita Selene. 

La mujer se quitó toda la ropa. Su cuerpo blanco, resplandeciente, ocupaba cada rincón de las pupilas de Marco: los pechos, al tiempo redondos y puntiagudos, con una leve y armónica caída, el triángulo negro del pubis, las caderas, los hombros y la cintura en cadencia, una combinación de líneas perfecta en sí misma.

Obsesionado por el volumen de aquellas formas esplendorosas, deslumbrado por el territorio que se extendía ante él, Marco vio cómo el resplandor del cuerpo de la muchacha estallaba, tiñendo el mundo en un baño plateado, en una luz tan potente que nada más podía verse.

Las manos de Marco recorrieron sus hombros y su pecho. Los pechos desnudos se aplastaron contra su piel en abrasadora caricia. Reconoció el leve cuerpo de la mujer sobre él, gravitando alterador de las leyes del mundo. Rasgó sus ropas antes de encerrarlo entre sus piernas. Quiso hablar, pero los labios de ella sellaron su boca.

Durmió durante mucho tiempo, nunca sabría cuánto.

Al roce salado de la arena, reconoció poco a poco sus sentidos; el gusto, el tacto, doloroso y blando, la vista deslumbrada, el silbo del desierto en los oídos... El campamento había desaparecido sin dejar rastro. Llevó la mano al cuello, el medallón ya no estaba allí.

De bruces comprendió la proximidad de la muerte, debía proteger sus ojos y sus labios. El  sol todavía no estaba en lo más alto. Por suerte se divisaban unas rocas a lo lejos y hacia allí intentó moverse, pesada, penosamente.

Una lejana caravana en el horizonte, un espejismo sin duda, le hizo avivar su marcha. Marco estuvo a punto de resbalar, alud de arena, abajo. Debía seguir caminando. Las rocas parecían estar a sólo cien metros, las sombras de los buitres ya dibujaban círculos negros en las dunas.

En un último esfuerzo reptó hacia la sombra de la primera roca, alcanzado el terreno pedregoso, no se movería de allí hasta la noche. Entonces, a través del sudor que bañaba su rostro, miró hacia arriba y la vio: llameante, los bordes confundidos entre la tierra y el cielo. Apretó los ojos y los volvió a abrir, antes de perder otra vez el sentido, una cruz dorada, agigantada en las luces implacables del desierto.

Arón y su grupo curaron las quemaduras de Marco, calmaron su sed, le admitieron como a uno más.

Pronto se apercibió de su aspecto de esclavos fugitivos, pero aún así, les acompañó agradecido, y no dudó en blandir su espada cuando un destacamento de desertores del ejército de Marco Antonio, -mercenarios renegados que asaltaban a los viajeros por el botín-, les cercó en una estrecha garganta.

Por suerte, la mayor parte de los atacantes eran mercenarios egipcios. Marco reconoció el distintivo de los dos mejores: ex legionarios. Todos le vieron derribar adversario tras adversario.

Esa noche Arón le pidió que entrenara a sus hombres.

El viejo Arón afirmaba cumplir las instrucciones de un Dios. Decía haber subido con él a un carro de fuego, a bordo del cual recibió órdenes de partir con su pueblo. Ahora se dirigían hacia Alejandría para embarcar. Marco les acompañó hasta la ciudad.

***

La mujer de ébano le llamó desde la puerta y desapareció en el interior. Marco dudó, todas las casas parecían iguales en aquél suburbio. A su espalda, el puerto de Alejandría desplegaba el bullicio habitual que se producía a la llegada de los pescadores. Mujeres bellísimas de pechos desnudos y pelucas de colores destacaban en una multitud variopinta: griegos, judíos, romanos, fenicios, nubios... Los puestos salpicaban las calles, ardientes al fulgor de plata y cobre de los pescados, plagados de miles de aromas y de colores. Entre el caos de los vendedores, envuelto en el olor a especias, a pescado, a flores y a estiércol, descubrió al grupo de judíos. Arón regateaba el valor de las provisiones que necesitarían en su largo camino.  Puestos de telas, algodón, pieles, seda, bronce, marfil, conchas de tortuga, cuernos de rinoceronte, vino, miel, trigo, incienso, canela…de todo lo imaginable, se encontraban en plena actividad.

Marco entró. La penumbra acarició como una suave brisa su piel. Tuvo tiempo de entrever el giro de las caderas de la mujer de ébano, que se alejaba subiendo por una escalerilla circular.

La siguió hasta la terraza. El azul del mar envolvía el barrio de los pescadores. El águila romana ondeaba junto a la llama en lo alto del gigantesco faro, situado en la isla de “pharos”, dividiendo el puerto, ahora salpicado por embarcaciones romanas de guerra y por barcos con mercancías de todo el mundo.

La voz de la mujer hizo que levantara los codos de la barandilla.

-Ave hombre del desierto, mi reina tiene un mensaje para ti.

Había utilizado el saludo romano, la fórmula de moda en Alejandría. La sonrisa nada ingenua indicaba que conocía su origen.

Marco no ignoraba que se había convertido en un proscrito, en un desertor, que cualquiera podría cobrarse el precio puesto a su cabeza.

-¿Quién es tu reina muchacha?

-La reina Candar, yo soy Zora, su esclava, y también la tuya, si aceptas. Mi ama y tú tenéis enemigos comunes.

Zora sacó un medallón, que introdujo en la túnica de Marco. Junto al pecho dejó el medallón y también la mano.

-¿Qué debo aceptar?, susurró Marco, sus labios rozaban el cabello de la muchacha, aspirando el perfume nubio, sus ojos recorrieron ávidos el generoso escote.

***

Al roce de sus dedos le pareció como si el medallón se encendiera reflejando la luna.

Escuchó un lejano maullido, lentamente despertó. La silueta de un gato desapareció tras las cajas de libros. Al incorporarse comprobó que se encontraba en el almacén de su empresa. Había sufrido un desmayo.

Un camión partía en este momento encarando la rampa de salida del almacén.

Reconoció a Montero, el capataz. No, no había visto salir a Doña Margarita.

Regresó al despacho para enfrascarse otra vez en la lectura. Debía medir las posibilidades comerciales de la nueva remesa de libros.

Alguien se había llevado el ejemplar de los mitos egipcios. La puerta del despacho estaba abierta y Zora, la secretaria, le advirtió que uno de los empleados acababa de salir. Sí, claro que lo conocía, Lucio, el chico nuevo, el del pelo rapado al cero, el que subía a la furgoneta en este momento. Marco tomó las llaves de su coche y echó a correr.

Lucio conducía como un demonio. De hecho, estaba a punto de darlo por perdido, pero por suerte, la furgoneta tuvo que parar en un semáforo. Le siguió disimuladamente hasta una urbanización privada. Observó cómo Lucio llamaba a la puerta de uno de los adosados.

Alguien abrió y ambos se perdieron dentro.

Rodeó la casa, iba a acercarse a la ventana de la cocina, cuando reconoció una voz que le llamaba.

-¡Pase!, ya es hora de que hablemos.

El hombre de la puerta no era otro que el médico, Arisístedes. ¿Qué tenía que ver con Lucio? ¿Qué diablos hacía con el ejemplar de los mitos egipcios en la mano?

-No necesita sobornar a un empleado para adquirir mis libros, basta con acudir a una librería y comprarlos.

-A veces lo que uno busca no está en venta, a veces hay que viajar al pasado para conseguirlo.

-¿Qué quiere decir? Nadie puede viajar al pasado.

-¡Oh!, no me refiere a este libro, por supuesto. Ni tampoco a un pasado exacto.

-El viaje en el tiempo no es posible, y si lo fuera, sería en dirección al futuro. Las paradojas hacen imposible el viajar al pasado. Un sudor frío hizo aparición en las sienes de Marco...

-Cierto, la flecha del tiempo que va siempre hacia adelante y todo eso. Pero fíjese que yo no me refiero a su pasado, sino a un pasado paralelo.

Usted podría ser descendiente de Alejandro, o de Cleopatra Selene en alguna de esas vidas paralelas... O legionario al servicio de Octavio.

-Está completamente loco. ¿Qué va a hacer ahora?, ¿va a enseñarme una máquina del tiempo?

-Dígame, como médico, ¿ha sufrido desmayos?, ¿visiones?, ¿ha tenido sueños extraños?

El roce de algo suave y caliente hizo que Marco mirara hacia abajo, un gatito blanco se restregaba contra su pantalón. En ese instante, Lucio, que se había colocado disimuladamente detrás de Marco, clavó una jeringuilla paralizante en su pierna.

"Una máquina no, no exactamente, hay drogas que despiertan recuerdos de vidas lejanas. Le diré lo que quiero de usted: quiero que me traiga un libro, así de fácil. Sólo tiene que regresar a dónde usted ya sabe y tomarlo, esta vez le colocaremos en el lugar adecuado. Tenga cuidado, hay más enemigos de los que cree."

El gato se deslizó suavemente hasta quedar oculto tras los estantes repletos de rollos de papiro. Uno de los sacerdotes se acercó a Marco. 

-No puede permanecer aquí sin autorización.

-Soy ciudadano romano. Traigo un encargo del centurión Lucio.

El sacerdote le abrió paso sin rechistar. Marco atravesó un pequeño patio flanqueado por azaleas y jazmines. Un estanque rodeado de palmeras daba paso a tres pasillos diferentes por los que circulaba el aire perfumado del patio, las filas de columnas sostenían verdes emparrados cubiertos de enredaderas de flores que resguardaban a los estudiosos y a los astrólogos de los rayos del sol.

Siguió al sacerdote egipcio a través de interminables pasillos. Bajaron más y más escaleras hasta sótanos donde trabajaban los copistas y los artistas, repletos de “armaria” habitados por papiros egipcios y copias de textos griegos. Leyó los nombres de Tales, Pitágoras Euclides, Aristarco y Aristóteles, entre muchos otros. ¡Cuánto daría por hacerse con copias de todos ellos!

El hombre no respondía a sus preguntas, sólo abrió la boca cuando le preguntó su nombre: Mednesis.

La hermana pequeña de la gran biblioteca de Alejandría, no parecía tan pequeña en absoluto, todo lo que pudo ser salvado del incendio de la gran biblioteca estaba aquí, todo eso y mucho más. Marco no puede contenerse y toma entre sus manos un rollo de Aristóteles, para él inédito en otro mundo.

Pasan las horas, el peso de los muros de piedra parecía aplastar su espíritu, junto con la incómoda sensación de que miles de ojos le observaban desde la oscuridad.

Comenzaba a estar harto, ya era hora de cortar los hilos que le convertían en marioneta.

De pronto, el egipcio paró en seco. Varias mesas de mármol vacías rodeaban una losa de piedra en forma de óvalo. Mednesis se acercó a la losa y apretó un resorte.

-Yo mismo lo traduje, aunque no aseguro exactitud desde luego...

El resorte puso al descubierto un pequeño compartimiento del que el egipcio extrajo el papiro. La tinta estaba tan reciente que relucía. Marco había esperado algo más espectacular, quizá por eso desconfió.

-Creí que sería el original.

-Imposible, el original no debe salir de la tumba. Además, no podríais descifrarlo, ni siquiera con el talismán. Ahora escucha: ¿Quieres volver a tu mundo? ¿Deseas ser libre?

-¿Qué sabes tú de mí?

-Sé lo que quieren ellos, quieren el papiro para burlar al destino, quieren vivir siempre.

-Yo no creo en el destino.

-Por eso me ayudarás, por eso destruirás el talismán, por eso entregarás el papiro falso.

-¿Qué debo hacer?

-Embarcar, sólo embarcar.

-¿Embarcar?, ¿adónde?

-Tu barco es el Nicómedes, te está esperando en el muelle.

Dicho esto, el egipcio desapareció por una puertecilla lateral, sin darle tiempo a más indagaciones.

***

Marco, sentado en el muelle, apretaba el papiro contra su pecho. Enfrente, los tripulantes del Nicómedes descargaban la mercancía.

Arón y sus amigos debían de andar cerca. Quizá ya embarcaron en alguno de los grandes veleros que zarpaban en ese mismo momento.  Marco se sentía como en un sueño, ya no sabía si era el Marco, propietario de una Empresa editorial que sueña que es un soldado romano, o si era el soldado romano que sueña que es Marco, propietario de una Empresa editorial.

A una seña, el patrón le condujo hasta la cubierta de proa. Los remeros comenzaron la maniobra tras soltar amarras.

El capitán, un hombre rubio, gigantesco y taciturno, le miró con desconfianza desde el principio. La desconfianza era mutua, por eso Marco evitó separarse en todo momento del pergamino y conservó a mano su daga.

-¿Hacia dónde vamos?

-Las órdenes son desembarcar en Atenas, si Poseidón, el agitador de los mares  lo permite.

No iba a ser una travesía tranquila. Un mar embravecido se unía al descontento abordo. Tres marineros griegos habían muerto en las reyertas, que brotaban por cualquier motivo. Los hombres se exaltaban o se concentraban en sí mismos como si presintieran algo. Un cielo negro amenazaba temporal.

Y cuando llegó la tempestad ningún rincón quedó a salvo. El mar se adueñó del barco y de sus vidas, irrumpiendo incontenible. Cronos se había apoderado del tridente de Poseidón, Cronos enfurecido, dispuesto a alterar sus propias leyes.

Lo último que vio fue la ola que arrasó la cubierta. Algo le golpeó en la cabeza borrando todos sus recuerdos.

***

Después de mucho, mucho tiempo, Marco estaba enfermo. Absorto, perplejo por su debilidad.

Un salvaje estornudo le sacudió repentinamente.

Por primera vez iba a faltar al trabajo.

Acababa de sonar el despertador -como siempre a las seis de la mañana-.

Pero esta vez Marco lo había dejado, y cuando se decidió a pararlo, lo había tirado al suelo de un torpe manotazo.

Allí quedó panza arriba, zumbando cada vez más flojo hasta que cesó.

Era pronto para llamar a la Editorial, así que se sirvió un desayuno más copioso de lo habitual, ingirió varias pastillas para la gripe y se enfundó en una gruesa bata.

Marco vive solo en un piso pequeño en la capital de la isla. No sabe qué hacer, se dedica a pasear de un extremo a otro del piso envuelto en su bata gris hasta que cae en una silla a mitad de camino entre el dormitorio y el salón.

Había olvidado que estaba enfermo, por lo tanto, cualquier ligero esfuerzo le dejaba al borde de la taquicardia.

Vamos a ver... ¿Qué se hace en estos casos?

Naturalmente uno se mete en la cama y se tapa bien. Así, bien abrigadito, a dormir.

No puede dormir, además ha olvidado tomar la cucharada de jarabe. Sin saber por qué, recordó la expresión bondadosa de Margarita cuando le dio el jarabe al verle estornudar en la reunión con la Editorial.

Había que salir de la cama, ponerse las zapatillas y dirigirse a la cocina para alcanzar la cucharadita de jarabe.

Marco se agrupa todavía más sobre sí mismo levantando la manta por encima de su cabeza y entornando los ojos.

Siente el eco de su respiración contra las sábanas. Los latidos de su corazón y los miles de sonidos de su cuerpo acarician sus oídos, casi insensibilizados al exterior.

Traga un poco de saliva con dificultad. Se encuentra mal, pero está bien.

Un zumbido impertinente llega hasta sus tímpanos. La nariz está completamente tapada y los ojos, rojos, le pesan. Tiene los pies muy fríos.

Entonces, al girar la cabeza entre las sábanas, dirigió la vista hacia el papiro que se encontraba sobre la mesa de trabajo, deteniéndose en las marcas en forma de ocho: justo el espacio para colocar el medallón.

En cuanto ajustó las dos cabezas de serpiente creyó leer algo debajo.

Un zumbido monótono se apodera de su cerebro.

El zumbido le envuelve, le impide dormir, le obliga a abrir los ojos.

La lámpara de la mesilla le mira compasiva.

Marco pierde el equilibrio al levantarse, la cucharilla está doblada, al fondo del vaso, un maremoto se ha tragado al medicamento como si fuera un barquito, que le está llamando, va a caer y el torbellino de mar se lo llevará para siempre. A lo mejor es agradable. Pero no ¿Qué estaba pensando? Que no sea sin lucha.

***

Mednesis imagina la expresión de ira en la cara de Arisístedes al recibir la noticia del naufragio.

El griego seguiría confinado en su villa de Atenas durante mucho tiempo. Entretanto, Mednesis toma la pluma y escribe sobre el papiro, viejo y rugoso como la tierra. Escribe y disfruta como un demiurgo bromista, observando los esfuerzos de Marco, que cree escribir su propia historia abordo de una galera romana, muy cerca del delta del Nilo. O quizá, también Mednesis imagina que ha mojado la pluma y que traza líneas sin sentido mientras disfruta con el supuesto infortunio de Arisístedes, su rival.

***

El cerco de sonidos lleva sabor a mar, las olas rompen contra la cubierta de madera. Los hombres descansan  mientras el viento empuja las galeras. El sol baña las riberas extranjeras y desprende reflejos de fuego al chocar con las corazas de los soldados. Fatigado, Marco abandona la pluma y guarda el pergamino donde escribe estas notas. Pronto desembarcarán. Ha de ver al viejo, necesita un remedio.

El dibujo algo descolorido del águila se retuerce, azotado por el lejano viento del desierto.

Clavó la vista en el estandarte antes de entrar en la tienda de campaña. Las tropas de Octavio Augusto, acampadas a las afueras de Alejandría ocupaban cientos y cientos de tiendas hasta perderse en el horizonte.

El anciano se afanaba tras una mesa improvisando pócimas y garabateando extraños dibujos. Un calendario solar en el centro de la tienda marcaba el día más largo del año.

 

Autor: Mariano Moreno Casquete